19 de julio de 2014

EL FANTASMA DEL CASTILLO CORTACHY




    La única certeza que tenemos en esta vida es que tarde o temprano todos moriremos. Y sin embargo, tal certeza viene acompañada de una incertidumbre: cuándo lo haremos. A veces es mejor vivir en la ignorancia, aunque es cierto que en ocasiones sería una gran ventaja saber el momento en que haremos nuestro último viaje, al menos nos daría tiempo a despedirnos, dejar los cabos bien atados o, simplemente, pedir perdón. Parece que hay quien tiene la posibilidad de conocer el momento en que van a morir. En ocasiones se trata de todo un clan familiar que, por circunstancias diversa, tiene unido a su estirpe un heraldo que les advierte de la muerte de algún miembro de la familia. Es el caso de los Ogilvy, un antiguo clan escocés.

Blasón del Clan Ogilvy
   Los Ogilvy comparten residencia con su heraldo, viven todos juntitos en el castillo Cortachy, y es que este ser parece estar anclado a este lugar. Esta familia de rancio abolengo obtuvo la gracia de Guillermo I de Escocia, en forma de tierras y títulos, tras prestarle auxilio ante un ataque. Con el paso del tiempo su poder y patrimonio fueron aumentando, gracias a matrimonios bien elegidos y a escoger con cuidado a amigos y enemigos, si bien tuvieron desigual fortuna con sus alianzas. Una de estas alianzas fue con el rey Jaime II, que les otorgó en 1473 las tierras donde ahora se levanta el castillo Cortachy. Este castillo fue la única propiedad que resistió el embate del Marqués de Argyll, Archibald Campbell, en 1640. No ocurrió lo mismo con los castillos de Airlie y Forther, cuyo ataque dio origen a una canción, "The Bonny House of Airlie", compuesta en el S.XVII. Tan sólo un año antes del arrebato del Marqués de Argyll, en 1639, Carlos I de Inglaterra había nombrado a James Ogilvy (nieto del quinto Lord Ogilvy) Conde de Airlie. En 1745, durante la Rebelión Jacobita, los Ogilvy apoyaron a los Estuardo y la Corona les confiscó sus bienes y títulos, que no les fueron devueltos hasta principios del S.XIX.


    Sin duda el Castillo de Cortachy es especial, no sólo por ser el único que quedó en pie porque allí sucedió algo que marcaría a la familia Ogilvy para siempre. Según la leyenda, un tamborilero murió tras haber sido arrojado desde la torre más alta de este castillo por orden de uno de los Señores de Ogilvy. Pero como toda buena leyenda, ésta es también imprecisa en algunos aspectos, como en lo referente a la identidad del asesino y la fecha del nefasto crimen, pero lo compensa ofreciéndonos distintos motivos por los que el Señor del Castillo decidió hacer volar al tamborilero. Pueden elegir el que les plazca:

      1. Quien la hace, la paga: Una de las versiones de la historia cuenta que el tamborilero era un traidor, bien porque no dio la señal de alarma, con su tambor, cómo no, ante un ataque, o bien porque se convirtió en informante de uno de los enemigos de su Señor (muy mal tamborilero, muy mal).
      2. Los mensajeros siempre reciben propina: Se dice que el asesinado era el mensajero de un clan rival.
      3. Hay amores que matan: Y es que al joven no se le ocurrió otra cosa, sabiendo cómo se las gastaba el Señor, de flirtear con su esposa...pero son sólo rumores.
    En cualquier caso, el chico fue introducido dentro de su tambor y arrojado desde lo más alto de la más alta torre (hmm...esto me suena de algo), pero el joven, en vez de ponerse a rezar ante su inminente muerte, prefirió lanzar una maldición a toda el clan Ogilvy...seguramente maldiciendo su alma al mismo tiempo, pues desde ese momento, el sonido de un tambor sería escuchado justo antes de que un miembro de la familia muriera.
  Supongo que la maldición fue todo un éxito y que los miembros de la familia Ogilvy se iban al otro mundo con un redoble de tambor, pero en realidad no se tiene constancia de que esto sucediera, no al menos hasta diciembre de 1844. Los Condes de Arilie tenían invitados en casa (quien dice casa dice castillo) y fue uno de estos invitados quien oyó el sonido del macabro tambor. Mientras se vestía para la cena, la señorita Dalrymple oyó un tamborileo. Extrañada, les comentó lo sucedido a los anfitriones, que palidecieron ante la noticia de que el espectro del tambor había vuelto. Le contaron a la aterrada dama la historia de la maldición que su familia debía soportar, sin ahorrarse los detalles más siniestros. Ahora que sabía lo que ocurría, Miss Dalrymple no dudó en abandonar el castillo al día siguiente, tras escuchar la fatal musiquilla  una vez más. Los Condes de Airlie no podían hacer lo mismo. Sin embargo no ocurrió nada ¿habría perdonado por fin el vengativo tamborilero a la familia Ogilvy? Pues parece que no, porque seis meses después de ser oído el tambor, Lady Airlie se suicidó, obsesionada por la idea de que el heraldo de la muerte venía a por ella. Y no se equivocaba, al fin y al cabo ella murió. Debe ser horrible irse a a la cama pensando que al día siguiente puede que no abras los ojos.
David Graham Drummond Ogilvy
 El tambor no volvió a ser oído hasta agosto de 1849, una vez más por un invitado. En esta ocasión se trataba de un inglés, del que no se menciona el nombre, que esperaba para reunirse con el conde. De repente oyó el sonido del tambor, pero parecía que en todo el castillo había sido el único que lo había hecho, pues nadie a quien preguntó dijo haberlo escuchado. Mientras todo esto ocurría, el conde se había marchado, a requerimiento de su padre, para que le acompañara en su lecho de muerte. Se trataba del noveno Conde de Airlie, David Ogilvy (1785-1849). Pero su hijo, David Graham Drummond Ogilvy, décimo Conde de Airlie, no corrió mejor suerte, pues una vez más el aviso de su muerte fue oído por dos damas, Lady Dalkeith y Lady Skelmersdale, tan sólo una hora antes de que La Parca se lo llevara con ella. Esto ocurrió en 1881.

    Por lo que sé, no hay más testimonios acerca del tamborilero del Castillo Cortachy, aunque supuestamente los miembros de la familia maldita han seguido muriendo. Quizá el fantasma esté ya cansado de tanto darle al tambor o quizá no sea más que una leyenda, un cuento de fantasmas...pero ¿qué es eso? ¿no lo han oído? Qué curioso, me ha parecido escuchar algo...bah, habrá sido el viento.




Fuentes:
    http://thelongestlistofthelongeststuffatthelongestdomainnameatlonglast.com/haunted58.html

    http://www.mysteriousbritain.co.uk/scotland/angus/hauntings/cortachy-castle.html

10 de julio de 2014

ANDREAS BICHEL: POR UN PUÑADO DE VESTIDOS

   

 ¿Cómo se decide una persona a empezar a matar? Supongo que es un paso importante, no es precisamente como decidir si teñirse el pelo o no. Qué puede hacer que un día te levantes de la cama (seguramente con el pie izquierdo) y digas mientras te desperezas: “Lo he decidido. Hoy cogeré mi mejor cuchillo y saldré a cargarme a un par de vecinos”. Ya sé que suena absurdo...no, ES absurdo. Pero, sinceramente, algo semejante a esto parece que le ocurrió a Andreas Bichel, que de la noche a la mañana pasó de ladrón de poca monta a asesino.
    Andreas Bichel vivía en Regendorf, Baviera. No tenía mala reputación entre sus vecinos, que le consideraban un hombre trabajador y algo tacaño. No era bebedor, ni jugador, ni iba por ahí buscando bronca, al contrario, tenía  fama de tranquilo y hasta de cobarde. Hombre devoto, no faltaba a misa los domingos, aunque, teniendo en cuenta lo que ocurrió después, algunos de los Diez Mandamientos no le quedaron claros, quizá pensaba que eran meros consejos y no prohibiciones. Pero está claro que nadie le conocía bien, ni siquiera su propia esposa. Nadie sabía de su lado oscuro, a pesar de que él iba dejando pistas, ya que era incapaz de mantenerse alejado de las cosas de los demás, vicio éste que le costó su puesto de trabajo en una posada de Regendorf. Durante tres años el patrón aguantó con paciencia sus pequeños robos hasta que no pudo más y le despidió. Y parece que fue este deseo de poseer lo que los otros tenían lo que le hizo dar un paso más.
Andreas era un fashion victim

   En mayo de 1808, como suele suceder, la casualidad hizo que el secreto de Andreas Bichel fuera descubierto. Las ruedas del destino empezaron a girar en su contra cuando Walburga Seidel decidió ir a la tienda de un sastre y le encontró confeccionando un chaleco con una tela que a la joven le resultó demasiado familiar: era parte de la enagua de su hermana Catherine, que estaba desaparecida. El chaleco había sido encargado por Bichel, a quien la familia Seidel ya había preguntado si sabía algo de ella, a lo que éste siempre respondía lo mismo: “no sé nada, sólo que se fugó con un extraño”. Sin duda una contestación algo rara y, sin embargo, parece que la familia de la joven no hizo mucho más por averiguar su paradero. Pero esto ya era demasiado sospechoso como para volver a cruzarse de brazos y, por fin, acudieron a la policía para que fuera ésta quien interrogara a Andreas.
    El 20 de mayo de 1808 la policía fue a casa de Bichel para proceder a su detención. Mientras tanto, Theresa, otra de las hermanas de Catherine, explicaba en el Palacio de Justicia lo ocurrido justo antes de que su hermana desapareciera, corroborando punto por punto lo dicho por Walburga el día anterior. Según ellas, hacía ya varios meses una mujer había ido a su casa con un mensaje de Bichel para Catherine. Ésta salió, pero volvió al poco tiempo a recoger tres de sus mejores vestidos y, con ellos bajo el brazo, desapareció el 15 de febrero de 1808. Theresa fue capaz de dar una descripción de las ropas que Catherine se había llevado. No había terminado su testimonio, cuando llegó un policía con un pañuelo que habían arrebatado a Bichel, un pañuelo que primero había intentado esconder y después tirar, tratando de que nadie se diera cuenta. Cuando Theresa lo vio quedó claro el porqué del extraño comportamiento del hombre: era el pañuelo de Catherine.
    Cuando comenzó el interrogatorio, Bichel fingió desconocer el motivo de su arresto. Al preguntarle por el pañuelo, contestó que lo había traído del mercado de Ratisbon y, respecto a la tela que le había dado al sastre para que le hiciera el chaleco, dijo que se la había comprado a un vendedor ambulante. En cuanto a Catherine Seidel, repitió lo mismo que le había dicho a sus hermanas, que no sabía nada de ella, salvo que un joven, un completo extraño para él, había ido a su casa y le había pedido que mandara a buscar a Catherine. Estaba convencido de que se habían marchado juntos...es más, aseguraba que había oído rumores de que estaban en Landshut.
    Sin embargo, era evidente que el hombre sabía más de lo que decía. Contestaba de forma apresurada, titubeaba, se mostraba confuso...estaba claro que escondía algo. Y vaya si escondía algo, en concreto en el cobertizo de su casa, que estaba siendo registrada mientras él era interrogado. Allí encontraron un baúl con mucha ropa de mujer, pero que no era precisamente de su esposa. Cuando le preguntaron, la mujer dijo que parte de la ropa era una tal Bárbara y el resto de una chica que había desaparecido, la tenía allí porque los padres de la chica se la habían regalado a su esposo. Algunos de estos vestidos eran los de Catherine. Todo parecía indicar que, como se sospechaba, Bichel estaba relacionado de algún modo con su desaparición, pero no se sabía exactamente hasta qué punto. El perro de uno de los agentes no dejaba de olisquear en el cobertizo de la casa, el lugar que servía de leñera. Esto llamó la atención del dueño, que se dirigió allí con algunos hombres, decidido a descubrir qué era lo que ponía tan nervioso al animal. En una esquina del cobertizo había un montón de paja y hojarasca y allí empezaron a cavar. No tuvieron que esperar mucho antes de encontrar un pie y la parte inferior del cuerpo de una mujer, envuelta en unos trapos. Cuando retiraron un poco más de tierra surgió la parte superior del mismo cuerpo y una cabeza medio descompuesta. A poco distancia de esta tumba, encontraron otro cadáver, que pudo ser reconocido como el de Catherine gracias a que aún conservaba sus pendientes. Parecía haber sido abierta en canal.
  

Los médicos examinaron los restos minuciosamente. Estaban convencidos de que el acusado había mutilado a ambas mujeres con un cuchillo afilado, ayudándose de un martillo. En el informe se planteaba una siniestra duda respecto a Catherine Seidel: ¿estaría realmente muerta cuando Bichel empezó a diseccionarla?. Según el forense, Catherine había recibido un golpe en la cabeza y una puñalada en el cuello, pero en su opinión ni el golpe ni la puñalada habían sido suficientes para causar la muerte. Consideraba que ésta se había producido cuando Bichel “abrió” a la joven por la mitad.
    Evidentemente Bichel aún tenía mucho que contar y se procedió a un segundo interrogatorio. Al tribunal le costó sacar algo en claro, pues él  contestaba a las preguntas con mentiras que no podía sostener, algunas realmente absurdas (como que a Catherine había sido asesinada por un desconocido en su casa), pero inmediatamente cambiaba la versión por otra que parecía estar más próxima a la verdad o al menos tenía algo más de sentido, pero sólo rozaba lo que realmente había ocurrido. Al final confesó haber matado a Catherine simplemente por su ropa. Sin embargo, en lo referente a la otra mujer, palideció, pero negó rotundamente cualquier conocimiento respecto a ella. Habría que ver la cara de los interrogadores ante la confesión sui generis de Bichel: admite haber matado a Catherine, pero a la vez afirma desconocer quién es la mujer que yace al lado. ¿Quién la habría enterrado allí? Seguramente ese “extraño” del que tanto hablaba.
    Aunque él dijera que no conocía a la otra víctima, había ropas en su casa que no eran de Catherine. ¿A quién pertenecían?. Esta vez Bichel sí sabía la respuesta: eran de Bárbara, una prima lejana de la que decía no recordar el apellido (debía ser muy lejana). Vivía con sus padres en Loisenrieth, pero había dejado su casa en busca de trabajo. Bichel dijo que la había visto por última vez en Ratisbon y que ella, en un alarde de generosidad, le había dado unos vestidos para que los vendiera por ella, pudiéndose él quedar el resto. Y aquí terminó su confesión.
    En 1806 en Baviera se había abolido la tortura, así que, en lo que a ello respecta, Bichel podía estar tranquilo, nadie le obligaría a claudicar a base de hos...de golpes. Pero siempre había medios para hacer hablar a los reos y uno que había dado muy buenos resultados, a pesar de su sencillez, era el de  enfrentar al asesino con sus actos, para lo cual se le solía llevar al lugar en que se había encontrado el cuerpo, y si se podía contar con el cadáver, mucho mejor. Así pues, Bichel fue llevado a Regendorf, a su propia casa, donde le esperaban sus víctimas, bien visibles, cada una sobre una tabla.
    Bichel se sintió desmayar, sus piernas apenas le sostenía, la visión de los cuerpos le afectó notablemente, pero seguía en sus trece: admitía haber matado a Catherine, pero no a la otra chica. Sin embargo, al volver a su celda ya no estaba solo, le acompañaba el recuerdo de las dos jóvenes asesinadas y, por lo que se ve, su alma albergaba una pizca de eso que llaman “remordimiento”. Y por fin se supo quién era la desconocida.
    Bárbara Reisinger buscaba trabajo y Andreas Bichel le había prometido que le conseguiría uno. Así pues, se trasladó desde Loisenrieth, donde vivía con sus padres, a Regendorf.
Cuando llegó a casa de Bichel se llevó una decepción, él no había podido colocarla en ningún lugar, pero Bárbara no se iba a rendir, si en Regendorf no encontraba nada quizá debía ir a Ratisbon . La que sí  tenía trabajo era la esposa de Bichel y, desgraciadamente, dejó sola a Bárbara con su marido. Según él, en ese momento le asaltó el pensamiento de matarla y quedarse con sus ropas, a pesar de que ella no llevaba equipaje y de que su botín se iba a limitar a lo que la joven llevaba puesto. Aunque esto no le detuvo, él sabía que el resto de su ropa estaba en casa de sus padres y que seguramente no le sería difícil hacerse con ellas más adelante. Con esta idea en la cabeza, consiguió derivar la conversación al tema de la brujería y de la adivinación, y le contó su secreto: poseía un objeto fabuloso, un espejo mágico con el que podía ver el futuro.¿Querría Bárbara conocer su destino? Pues claro que quería. Fue a buscar tan asombroso espejo (que, entre nosotros, no era más que una lupa colocada sobre una pequeña tabla) y, con gran solemnidad, puso el místico objeto en la mesa, ante la ansiosa joven. Pero el conocer el destino no era algo simple, había que seguir un ritual, unas normas, y la más importante era que Bárbara no podía tocar nada, ni hacer ningún movimiento que rompiera el hechizo. Bichel le dijo que, sólo para evitar que eso sucediera, lo mejor sería que le atara las manos a la espalda y le vendara los ojos. Bárbara accedió, al fin y al cabo él era el experto...y no se equivocaba, Bichel conocía el futuro, al menos el de ella: iba a morir en breve. Aprovechando la incapacidad de defensa de la chica, le clavó un cuchillo en el cuello. Una vez muerta, para poder deshacerse más fácilmente del cuerpo, la descuartizó y enterró sus restos en el cobertizo.

    Siguió con su vida, como si no hubiera ocurrido nada. Desde un principio aclaró que su esposa debía estar libre de sospecha, ni había tomado parte en los asesinatos ni sabía nada de lo ocurrido en la casa.
    Este hombre se caracterizaba por su codicia. Siempre dijo haber matado a Bárbara al haberse “sentido tentado por sus finas ropas”...y deseaba tener el resto. En época navideña se dirigió a Loisenrieth, a casa de la joven, pero por el camino se encontró con el padre, que precisamente iba a Regendorf a preguntar por su hija. Bichel se mostró extrañado, le dijo que le había mandado varios mensajes de parte de Bárbara en los que le pedía que le mandara su ropa. Evidentemente el padre no había recibido ningún mensaje (digamos que fue una mentirijilla sin importancia de Bichel), pero por suerte se habían encontrado y podía hacerle llegar la ropa a través de él. Parece que era una de esas personas de las que nadie sospecha, que inspiran confianza. Los padres de Bárbara creyeron en sus palabras y a pesar de que su hija no se puso nunca en contacto con ellos, parece que no denunciaron la desaparición a la policía, ni siquiera cuando se enteraron que el hombre en quien confiaban había vendido algunas prendas de la chica.
    Por lo que se ve, el haber matado a una mujer sólo por unos vestidos (o al menos era lo que él decía, nunca se supo si hubo otros motivos) y tener su cuerpo descuartizado muy cerquita de su casa, no le causaba remordimientos, ni le quitaba el sueño, al contrario, Bichel vio oportunidades de negocio y, una vez más, se dejó llevar por su codicia. Empezó a buscar a nuevas víctimas, jovencitas con bonitos vestidos que quisieran saber qué les deparaba el destino. Lo intentó con varias, pero no tuvo suerte, hasta que encontró a Catherine Seidel. Quién le iba a decir a la joven que su ropa la iba a llevar a la tumba. Bichel empezó a hablar con ella e intentó convencerla de que fuera a su casa a conocer el futuro (ya sabemos cuál fue). Pero Seidel no estaba muy convencida y tardó varios meses en ceder a los requerimientos del hombre. Un día mandó a una mujer a casa de Catherine con un mensaje de su parte y esta vez ella cedió.
Bichel ya tenía una nueva víctima y encima había ido ella solita a su guarida, pero le dijo que, como parte del ritual, debía cambiarse varias veces de ropa, así que era mejor que volviera a casa a buscar sus mejores vestidos. Ella obedeció sin hacer preguntas y cuando regresó a casa de Bichel, éste inició su teatrillo. Trajo el “espejo mágico” y, como había hecho con Bárbara, le advirtió que no debía hacer ni tocar nada, por lo que lo mejor maniatarla y vendarle los ojos. Eso sí, se le olvidó decirle que lo siguiente era clavarle el cuchillo en el cuello...simples detalles sin importancia. Sin embargo, de Catherine no sólo  ansiaba sus ropas, también deseó saber “cómo estaba hecha por dentro” y sólo había una forma de saberlo: abrirla en canal. Cogió una cuña y se ayudó con un martillo de zapatero para abrirle el pecho, tal como habían dicho los forenses. Después, con el cuchillo, cortó las partes carnosas y, según su testimonio, estaba tan excitado que podría haber cortado un pedazo y haberlo comido, pero parece que no llegó a ese extremo. Con respecto a si Catherine estaba viva o no, Bichel dijo que tras apuñarla, la joven gritó, forcejeó un poco y suspiró 6 o 7 veces, pero que él no comprobó si estaba muerta antes de comenzar con su particular “disección”.

 
Su condena incluía el no recibir el golpe de gracia
  El 4 de febrero Andreas Bichel fue condenado a la rueda y a que su cuerpo quedara expuesto en la misma. Sin embargo la condena fue conmutada por la de decapitación, un castigo que conllevaba menos sufrimiento para el acusado, pero no por misericordia, sino porque es Estado no debía “competir en crueldad con el asesino”.


Fuentes:


"Remarkable Criminal Trials" traducción de la obra de Anselm Ritter von Feuerbach por Lady Duff Gordon, John Murray, Albemable Street, London  (1846)

Nota: Por mucho que lo intenté me fue imposible conseguir imágenes de Bichel o referidas a sus crímenes. Evidentemente, las que pueden ver aquí no tienen nada que ver con el caso, pero ayudan a ilustrarlo.